Subjetividad de un tiempo oscuro. No sé si todos…

Obra de Juan Batlle Planas.
Juan Batlle Planas. Tribunal de pintores juzgando los elementos de la naturaleza

La luz oculta el frío / del corazón partido / la grieta que se ensancha / en un abismo.

No sé si todos, aunque casi todos, tuvimos alguna vez la vivencia de estar vacíos, divididos o estallados, en pedacitos. Era lo corriente en los noventa, cuando estábamos cada vez más en pánico y depresión a medida que se agravaban las condiciones de existencia y sabíamos cada vez menos quiénes éramos y si lo que éramos tenía algún valor.

Tapa de la revista Campo Grupal, abril de 2016.
Revista Campo Grupal, abril de 2016.

En aquel tiempo conocí a José, quien había trabajado en Sierra Grande y tenía una psoriasis que se le expandía por la piel. También conocí a Martín, cuya depresión duraba y duraba desde el mismo momento en que había perdido su trabajo.

Los conocí en el consultorio donde trabajaba y también en el espacio común de la solidaridad con los cortes de ruta a los que muchos nos sumamos con entusiasmo y esperanza.

Cuando las condiciones se extremaron, hombres y mujeres nos organizamos para tomar las riendas y cortar las rutas para pelear por lo indispensable: comer y vivir dignamente.

Poco a poco cada uno se fue dando cuenta que el problema del trabajo (la desocupación) no era algo individual sino un efecto del sistema político, que agrietaba el cuerpo físico, social y simbólico. Era el neoliberalismo para el cual los seres humanos son apenas un instrumento de valorización.

En 2001 estalló la Argentina como un volcán. El 19 y 20 de diciembre marcó un cambio de época y mientras irrumpíamos contra lo anterior, registrábamos lo que ya habíamos previsto pero recién entonces veíamos completamente.

Como miles de fueguitos nos organizamos en multisectoriales, piquetes, clubes del trueque y fuimos dueños, aun pobremente, de la representatividad y las condiciones de la historia.

Los asesinatos de Kosteki y Santillán pusieron fin a aquel período doloroso y virtuoso, luminoso y mortal. Empezó un tiempo distinto en el cual bajo el controvertido nombre “kirchnerismo” fuimos teniendo conciencia, más o menos despierta, de lo que habíamos vivido.

Era una oportunidad de volver a pasar por conflictos conocidos, avanzando más allá de lo que se había hecho, aumentando derechos y empoderando mayorías y minorías. Se dieron tiempos de angustia, como en la confrontación de 2008 y también de alegría, como en la fiesta patria de 2010. Tiempo de secretas trascendencias que emergieron súbitamente, cuando también súbitamente supimos de la muerte de Néstor Kirchner, una semana después de la muerte, por un tiro, del joven militante Mariano Ferreyra.

Tiempo de dolores, pero también de conquistas que no pudieron ser ocultados por los agoreros de la alegría y dueños de la cadena nacional del desánimo.

Más allá de la fragmentación y del infierno nunca del todo ido, de la permanente oscilación lejos del equilibrio y el riesgo de la propia muerte, el 2011 mostró un triunfo claro y contundente del pueblo: la oportunidad de ir por más.

La patria es el otro y yo no estoy bien si vos no lo estás, se dijo y no era sólo un eslogan sino algo que daba cuenta de algo que nacía. Y eso que nacía era contradictorio e incluso paradójico, ya que reunía los mejores deseos (simbolizados en el nacimiento de un niño) al mismo tiempo que las claves secretas de la maquinaria perversa por la cual lo nuevo podría ser algo bello y amigable pero también algo espantoso y siniestro.

Del fondo común de la ambigüedad crónica; de ese grado cero del desprecio o la solidaridad, del instante previo al triunfo del gorilismo o la revolución, de ese núcleo manipulable, confuso e indefinido, que ya se había manifestado antes de 2001, que se había jugado impávidamente en 2003 en la elección entre Menem y Kirchner, que se había transformado en confrontación en 2008, en fiesta y alegría en 2010, en afirmación en 2011 y se transformaría en malentendido hacia 2015, surgía la duda ¿Qué era lo que nacía? ¿Un niño? ¿Un monstruo?

Hoy, abril de 2016, la gobernabilidad aparece como un gesto devaluado; la versión minimizada de valores reales, como la defensa de la democracia y la justicia. Esa gobernabilidad que todo lo ampara parece más bien un pretexto para la infamia.

Por debajo está el deseo y el miedo de asumirse como pueblo, como protagonistas y constructores de un destino autónomo, solidario y más humano. El compromiso no es fácil: requiere saber de la desigualdad como fondo doloroso de la existencia, la percepción de la injusticia como eje perverso de la estructura social del capitalismo o cualquier otro sistema de clase.

El que se libera se embriaga, porque transgrede todos los límites. El que se somete se calma porque un límite lo toca, y aún brutalmente, siente que lo contiene. Se acabó la fiesta, dicen los miserables. Y muchos pobres (¿engañados?), por ahora lo aceptan.

Abril 2016. Publicado en Campo Grupal Año XVIII Nro. 189- Junio de 2016 (p.2)

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