Publicado en Cuadernos de Campo Grupal nº 10. Junio de 2011. Buenos Aires. (pp.20-28).
Introducción
Se expondrán aquí algunas de las conclusiones elaboradas en estudios realizados los últimos 20 años acerca de la subjetividad colectiva en la Argentina. Estas conclusiones son producto tanto del trabajo personal del autor como del realizado por distintos equipos en los que participó. Fueron presentados en distintas Jornadas de Psicología Social organizadas por la Primera Escuela Privada de Psicología Social, en dos ocasiones en el Ministerio de Trabajo, en un Congreso de Psicología organizado por APBA, en la Asociación de Psicólogos Sociales (APSRA), en la Universidad de Lomas de Zamora (UNLZ), en Congresos de Salud Mental y Derechos Humanos organizados por la Universidad Popular de Madres de Plaza de Mayo (UPMPM) y otros lugares e instituciones que tuvieron la gentileza de invitarnos a exponer nuestras investigaciones.
Somos conscientes del carácter polémico del concepto subjetividad colectiva, el cual no refiere en nuestro marco teórico a ninguna entelequia mental ni psiquismo social sino que apunta al reconocimiento de ciertos denominadores comunes que tiene la subjetividad de los integrantes de cualquier colectivo social que se considere. La sociedad argentina es uno de esos colectivos sociales, el más amplio que puede ser referido en el marco del territorio que, recogiendo la tradición de los pueblos originarios, ocupa nuestra bicentenaria República.
Escribir sobre estos temas en un número dedicado a la Psicología Social es un modo de acercamiento y homenaje a quien desde muy joven, cuando los conventillos porteños creaban un tipo de cultura específica, ya realizaba estudios de campo por medio de observaciones y entrevistas con el fin de reflexionar sobre la relación entre las conductas humanas y el espacio físico. También como homenaje a quien se pudo dar cuenta que el Conde de Lautréamont, como muchos otros seres humanos que habitan sufriente y creativamente nuestro planeta era un portavoz de su época y creó en los cincuenta un Instituto Argentino de Estudios Sociales con el fin de comprender científicamente una estructura social que se transformaba, realizando encuestas sociales con los más altos estándares científicos que por entonces existían. Nos referimos a Pichon-Rivière quien también asimiló la Crítica de la Vida Cotidiana de Lefebvre elaborando una Psicología de la Vida Cotidiana, en colaboración con Ana Quiroga.
Los discípulos de Pichon-Rivière (nuestros maestros) continuaron muchos de los caminos por él iniciados: Ana Quiroga en artículos como “Contexto social y grupo” y “Procesos sociales y subjetividad”. Alfredo Moffatt en Psicoterapia del Oprimido y Hernán Kesselman y Vicente Zito Lema, desde abordajes clínicos y artísticos respectivamente. Se suma a ellos Fidel Moccio, quien aportó dispositivos de análisis de tipo creativos, por nombrar sólo algunos de ellos. Otros antecedentes de este pensamiento lo constituyen varios libros publicados en los últimos años entre los cuales se subraya Psicología Clínica Pichoniana (2004), y particularmente el artículo Más allá de la fragmentación y el vacío de los noventa en el cual se reconoce la irrupción de un nuevo tipo de subjetividad que no se caracterizaría a partir del 2001 ya por la fragmentación sino por un sinuoso pero creciente proceso de revisión de los modos de subjetividad colectiva.
La década del noventa planteó un desafío: la comprensión de las dimensiones política, económica y cultural del “nuevo orden mundial” pero también de la dimensión psicológica que en esa década presentaba rasgos en gran parte desconocidos. Se trataba de entender los rasgos que tenía aquella subjetividad así como establecer hipótesis sobre cómo y por qué se constituyó.
Aún nos asombra la maleabilidad social de la subjetividad, la cual fue imaginada muchas veces como una invariante transhistórica. No deja de sorprender al observador atento, la significativa variedad de modos de subjetividad posibles, según los contextos geográficos, los tiempos históricos, la cuestiones de género, la ubicación de los sujetos en la estructura de clases y sectores sociales y otros factores intervinientes.
Si bien trataremos en detalle los temas que a continuación enunciamos, hacemos ahora un sintético adelanto de los mismos. Se considera en este artículo que el orden neoliberal y posmoderno instalado a nivel mundial a partir de los ochenta y en la Argentina en los noventa configuró un modo de subjetividad caracterizada por el vacío y la fragmentación subjetiva y vincular. El proceso de confrontación social y política con ese orden económico, político y cultural a partir de 1993 dio lugar a una reconfiguración de la subjetividad colectiva que a partir de 2001 no se caracterizó ya por la fragmentación y mostró hacia los últimos años nuevos signos, cualitativamente significativos.
Perspectiva teórica
Nos fundamentamos en la perspectiva de E. Pichon-Rivière quien postuló como objeto de estudio de la psicología social la relación dialéctica entre estructura social y fantasía inconsciente del sujeto, abordada a través de nociones como vínculo, grupo y asentada en relaciones de necesidad. Es decir que nos ubicamos en el campo de determinación recíproca entre sujetos y mundo. Cuando Pichon-Rivière definió a su psicología como social, no apuntó a constituir una nueva disciplina (ya que la psicología social como disciplina preexistía su planteo) sino a nombrar el rasgo que le daba especificidad. Muchas veces nos preguntamos sobre los vocablos que serían necesarios para identificar su perspectiva teórica, siendo muy difícil obviar el conjunto que forman las palabras “vincular, social, operativa, histórica, dialéctica y concreta”. Por ello a veces buscamos denominaciones sintéticas como “clínica pichoniana” o “psicología social pichoniana” pero en sentido estricto nos referimos a una psicología vincular, social, operativa, histórica, dialéctica y concreta, siendo el conjunto de estas características las que permiten delimitar la especificidad de su perspectiva.
Ya construida por Enrique Pichon-Rivière la teoría (ECRO), él mismo se ocupó de diseñar un proyecto institucional cuyo encuadre fuera congruente con su perspectiva teórica. Esa institución alberga, aún hoy día, tres proyectos posibles: la formación destinada al enriquecimiento personal, la formación como complemento de otra práctica profesional y la formación con el objetivo del trabajo desde el rol de psicólogo social (más allá de las distintas denominaciones que reciba). Desde esta formación se promueve el análisis e intervención sobre los campos grupales, institucionales y comunitarios aunque no está de más insistir que lo que define lo social de esta perspectiva no es el ámbito sobre el que se opera sino el enfoque desde el que lo hace.
Desde la perspectiva que se sostiene los sujetos son, al decir de Sartre, no solo lo que con ellos hace el mundo sino lo que ellos hacen con el mundo que los hizo. Las conductas humanas son expresión de un tiempo histórico y social a la vez que un modo de intervención sobre ese tiempo social e histórico. Sólo así, en esta relación y tensión entre determinación social y libertad, puede sostenerse una psicología social asentada en una dimensión ética, tanto personal como social (Pichon-Rivière, 1977; Sánchez Vázquez, 2006).
Vínculo, grupo y proceso social
La subjetividad que aquí se considera se conforma en las relaciones vinculares, grupales, institucionales y comunitarias que satisfaciendo necesidades personales y sociales configura muchos de los modos de estructuración de la subjetividad. La capacidad de brindar ese apoyo es uno de los rasgos distintivos de nuestra especie, la cual tuvo entre sus ventajas evolutivas fundamentales las capacidades de agrupamiento y cooperación, según definió el antropólogo Leakey (1994). No sólo en el origen de la humanidad sino en cada aquí-ahora de la vida cotidiana, la subjetividad y la identidad personal y social se relacionan estrechamente a las vicisitudes de los vínculos y redes sociales en las que se fundamenta ese apoyo; de ese modo lo consideraron autores tan diversos en sus fundamentos filosóficos como G.H. Mead, Vigotsky, Lewin, Moreno, Bateson y Pichon-Rivière.1
Las vicisitudes problemáticas del apoyo social que en este trabajo se analizan implican tanto lo macro como lo microsocial, abarcando las dimensiones vincular, grupal, institucional y comunitaria de ese apoyo, incluyendo en ello el mundo del trabajo y las relaciones sociales de producción.
La subjetividad colectiva
La subjetividad colectiva (Fabris, 2010) son los modos de pensar, sentir y actuar que tienen los integrantes de un colectivo social que puede abarcar a los habitantes de una ciudad, una región, una nación o cualquier subconjunto social que quiera ser considerado. Incluye no sólo los discursos y representaciones sociales de esos sujetos sino también sus emociones y acciones. Las relaciones que establecen los elementos de las dimensiones de esta subjetividad pueden tipificarse, entre otras posibilidades, a través de categorías como integración, disociación, fragmentación, ambigüedad y/ó colapso, lo que implica la posibilidad de hablar de subjetividad colectiva integrada, disociada, fragmentada, ambigua y/o colapsada.
La subjetividad colectiva constituye una dimensión fundamental del proceso social e histórico, siendo producida y productora de la praxis social de la que es parte. Como ya se dijo no constituye ningún tipo de entidad transhistórica sino un objeto (un proceso) constituido por los denominadores comunes de la subjetividad de cada uno de los individuos que componen un conjunto social y, por ello, se hallan vinculados a través de algún tipo de proximidad social y relaciones sociales determinadas. Como todas las formas de subjetividad puede ser abierta o cerrada, estereotipada o creativa, meramente conservativa, o crítica y trasformadora.
La subjetividad colectiva, en tanto concepto, no sugiere un Todo, ni un Nosotros con mayúscula. Se trata de una totalidad dinámica, en la que hay tensión, lucha, conflicto, diversidad y diversificación. Identificar y conceptualizar algunos rasgos en común no anula la singularidad y variedad infinita que suponen las distintas subjetividades ni tampoco desconsiderar la oposición sustancial que puede existir, y de hecho existe, en aspectos fundamentales de las perspectivas subjetivas en diferentes actores sociales, vinculadas a distintas determinaciones sociales que incluyen las de clase social.
Metodologías
Técnicas
Las reflexiones que aquí se comparten son producto de observaciones realizadas en el campo clínico y social, a las que se agregan inferencias construidas a partir del análisis de documentos y análisis bibliográficos acerca de la vida cotidiana y el proceso social-histórico y subjetivo. Se agrega a ello la utilización del Taller Creativo de Investigación (TCI), como modo de investigación social participativa y en los últimos años investigación social cualitativa por medio de cuestionarios.
Muestra
Todo cuanto aquí se afirma corresponde a la subjetividad de varones y mujeres que habitan en ciudades y pertenecen a diferentes generaciones y en gran medida, a distintos sectores y clases sociales. En los últimos años aumentamos las exigencias metodológicas referidas a la construcción de muestras, que construimos de acuerdo a criterios (Goetz y LeCompte, 1984). Apuntamos con ello a eludir el frecuente escotoma de clase social que existe en muchos estudios “psicológicos” que se refieren exclusivamente a lo que ocurre en los sectores medios y altos de la población, prestando entonces nosotros especial atención también a la consideración de las subjetividades de los sectores populares.
Un fenómeno central en nuestros análisis son los emergentes psicosociales, productos en parte de la subjetividad colectiva y siempre signos relevantes de ella. Son emergentes psicosociales fenómenos tan distintos como la generalización del corte de ruta en la década del noventa, la posterior proliferación de asambleas barriales y comunitarias, el eco en los televidentes que tuvo la novela Resistiré en 2003, el apoyo a la lucha de subterráneos por los sectores medios en 2005, la masiva venta de libros de historia en los últimos ocho años, el miedo a la ruptura de los vínculos por la confrontación política en el interior de algunas familias en ocasión del conflicto campo-gobierno en 2008, el reciente bicentenario, la reacción juvenil y ciudadana ante la muerte de Néstor Kirchner.
En términos teóricos los emergentes psicosociales (Fabris, Puccini, 2010) son hechos, procesos o fenómenos que como figura se recortan del fondo constituido por el proceso socio-histórico y la vida cotidiana. Son intentos de respuesta significativa a un determinado desajuste entre necesidades y respuestas sociales aportando una cualidad nueva al proceso social y la vida cotidiana de la que son parte, expresan en sí mismos un grado y modo de resolución de contradicciones sociales.
Marcan un antes y un después en la memoria social y condicionan el desarrollo de los acontecimientos futuros. Aportan cualidades de significación (mayor o menor) al conjunto del proceso social e histórico e impactan en la vida cotidiana, creando resonancias y subjetivaciones colectivas.
Al igual que una obra de arte o un sueño expresan y responden no sólo a una necesidad particularmente relevante en un momento dado sino que condensan una multiplicidad de significados personales y sociales, y de intentos de respuestas a necesidades diversas, multiplicidad polisémica sin la cual no llegan a adquirir su condición de emergentes.
La decodificación de los emergentes psicosociales permite al investigador social ir de la experiencia inmediata de los sujetos al análisis de la vida cotidiana, el proceso social e histórico y la subjetividad colectiva. De allí la relevancia de este concepto en esta investigación.
El horizonte objetivo
Para la mayoría de las personas se crearon, en los noventa, las condiciones materiales y simbólicas que dieron lugar a la fragmentación subjetiva y vincular, con sus concomitantes de vacío, vivencia de vulnerabilidad en la interacción, sobre-adaptación, encierro en la propia piel, adicciones a sustancias, cosas y personas. Para otros, relativamente pocos respecto de los antes referidos, fue la oportunidad de la actuación psicopática y el perfeccionamiento de la perversión narcisista, estimulados por el sistema político y económico dominante que necesitaba a este tipo de sujetos como actores sociales que pudieran ejecutar el proceso capitalista de acumulación por desposesión (D. Harvey, 2004).
Todo ello se incrementó a comienzos de los noventa cuando se impuso el llamado Nuevo Orden Mundial, definido como único mundo posible. La idea del Fin de la Historia y la Muerte de las Ideologías sellaba un ilusorio convencimiento acerca del triunfo definitivo del capitalismo. No había más que sentarse frente al televisor a disfrutar de los beneficios de un ilimitado desarrollo económico dentro del cual el avance tecnológico pondría lugar al fin de la necesidad de trabajar (el fin del trabajo), la existencia de un creciente espacio para el juego, el tiempo libre y la recreación libre y continuada de la personalidad.
Sin embargo a poco de transitada la situación anunciada se constató lo contrario; aumentó vertiginosamente la sobreexplotación laboral de una parte de la población y el desempleo y la subocupación de la otra parte, llegándose a grados de exclusión social nunca vistos. A pesar de que se “ablandaban” relativamente otras contradicciones sociales vinculadas a las políticas de identidad, las contradicciones referidas a las clases sociales, negadas por los teóricos de entonces, se agudizaban alcanzando desigualdades y antagonismos insostenibles.
Existieron intelectuales que se sensibilizaron y reconocieron que se trataba de una situación horrorosa pero creyeron que se trataba de algo inevitable. Estábamos ante una tendencia inherente al desarrollo económico-social, la globalización, la sociedad pos-industrial y posmoderna. La derrota y/o el fracaso de las experiencias socialistas así como de la mayoría de los procesos de liberación nacional y social habían creado un terreno fértil para instaurar el desenfrenado proceso de acumulación y concentración capitalista que tuvo lugar en esos años. La acumulación por desposesión (Harvey, 2004), instrumentada desde los países imperialistas desarrolló su inherente brutalidad, similar a la que tuvo lugar en el origen mismo del capitalismo, cuando al sistema le fue necesario constituir dos tipos bien distintos de sujetos: los dueños de las condiciones de producción y los trabajadores “libres” (de medios de subsistencia). Se creaban los mecanismos para incrementar el grado de explotación y control, así como de robo directo de las riquezas de los países dependientes. La privatización generalizada, el aumento del carácter especulativo del capital financiero y la gestión y manipulación de la crisis con redistribuciones estatales de la renta fueron sus características distintivas (Harvey, 2004).
A la violencia y magnitud del proceso político y económico instaurado, con su destructivo impacto en las redes sociales y la propia subjetividad, se anexó la fragmentación del espacio social y del tiempo, legitimado por un modo de comunicación de masas y una ideología (neoliberal y posmoderna) que creaba un ideal de salud congruente con los intereses dominantes.
Las fábricas, “racionalizadas” (por la privatización) y tercerizadas, pasaban a ser, ellas mismas espacios fragmentarios, con un núcleo permanente pequeño y un resto de trabajadores flexibilizados y periféricos, junto a otros directamente arrojados a la desocupación.
Las ciudades comenzaron a dividirse, no ya sólo en un sector rico y otro pobre, como tradicionalmente, sino en multiplicidad de islotes: torres con perímetros y seguridad mediante en zonas pobres y villas miserias también en las cercanías de las zonas ricas. En el conurbano de la Ciudad de Buenos Aires sucedía algo similar donde los countries y barrios cerrados se constituían como islas, en un espacio geográfico habitado por el 1% más rico de la población.
La fragmentación invadió los medios a través del reality show, el videoclip y los noticieros. Se introducía una estética de lo inmediato y lo concreto, lejana de la riqueza del argumento y la ficción. El videoclip enseñaba a asimilar imágenes que se sucedían vertiginosamente impidiéndose la construcción de algún tipo de sentido. Los noticieros de manera obscena mostraban una seguidilla donde una noticia tierna era seguida sin pausa de otra trágica o perversa. Con la pulverización de la noticia, al decir de Paulo Freire, (1995) se perseguía el mismo objetivo: no dar lugar al pensamiento y dejar al espectador pegado a lo inmediato de la información tóxica construyendo mientras tanto una subjetividad apegada al consumo por el consumo.
Se agregaba a esto la presión sobre-adaptativa generada por medio de un ideal de salud cuyo “prototipo sano” estaba constituido por un trabajador flexible, versátil y poli-funcional; involucrado masivamente en la empresa y resignado a un destino personal incierto, determinado por las cambiantes exigencias de los mercados y corporaciones, muchas veces seducido por la posibilidad de una ilusoria salvación individualista.
La fragmentación fue tematizada y legitimada por el pensamiento posmoderno, el cual cuestionando las ilusiones monolíticas del Siglo XX, rechazaba toda filosofía que planteara la unidad, por más situacional o compleja que esta fuera. La ilusoria afirmación de estar viviendo un tiempo histórico absolutamente nuevo, tal como lo consideraron estos autores, se correspondía con una banal descalificación de todo lo previo; se habló de la “muerte del sujeto” y la disolución de los valores de identidad personal, entre otras sanciones catastrofistas. Se agregó que esta disolución no era trágica ya que era vivida, según Lyotard (1979), como un vacío sin tragedia ni Apocalipsis. Según estos mismos autores se vivía ya por entonces en una sociedad tolerante, flexible y no normativa.
Pero no era la primera vez que la fragmentación irrumpía en la historia social. Se había escrito ya en el siglo XIX algo que con pocas modificaciones podía ser referido a los tiempos actuales: “La gran industria […] fragmenta aún más los trabajos, y en función de la continua revolución de la base técnica […] arroja incesantemente masas de capital y obreros de un ramo a otro de la producción […]. La gran industria instituye: el cambio de trabajo, la fluidez de la función, la movilidad global del obrero, la disponibilidad total y la permanente amenaza de exclusión del obrero de su inserción laboral…” (Marx, 1864).
Otro autor, argentino en este caso, había escrito en los años sesenta: “En nuestra cultura el hombre sufre la fragmentación y dispersión del objeto de su tarea, creándosele entonces una situación de privación y anomia que le hace imposible mantener un vínculo con dicho objeto con el que guarda una relación fragmentada, transitoria y alienada.” (Pichon-Rivière, 1977).
La subjetividad
Como se dijo, los noventa plantearon la emergencia de una subjetividad caracterizada por la fragmentación subjetiva y vincular. La destrucción súbita de las condiciones concretas de existencia, sobre todo referidas al trabajo como organizador económico y también psíquico de la vida de cada persona, creó un “terror de inexistencia” (Quiroga, 1998) que facilitó el sometimiento a las condiciones objetivas y subjetivas impuestas.
La fragmentación subjetiva se constituyó como el rasgo dominante de la subjetividad colectiva. Se trató tanto de un efecto de las condiciones sociales imperantes como un recurso simbólico desesperado para preservar, no sólo las condiciones materiales mínimas de vida, sino las condiciones psicológicas básicas. La fragmentación fue también un recurso de sobrevivencia de ciertos núcleos de identidad vinculados a la experiencia de autenticidad personal, la sensación de coincidir consigo mismo. Ante la exigencia de sobreadaptarse a roles sociales, el fragmentarse y conformar una identidad “como si”, puede constituirse como una defensa y hasta cierta medida en una técnica instrumental. Si situacionalmente un individuo se niega en su condición de sujeto obtiene el beneficio de no sufrir conscientemente la ansiedad de aniquilación, porque aniquila la existencia relativamente autónoma de un “yo” que pueda registrar esa ansiedad. El precio, si este proceso se prolonga, claro está, es la vivencia del vacío, de pulverización del yo, de despersonalización y también de pérdida de realidad (desrealización).
Muchos autores aludieron con distintos términos a la problemática de la fragmentación subjetiva y vincular: “multifrenia”, “yo saturado”, “sujetos estallados”, entre otros. ¿Qué es lo que nosotros llamamos aquí una subjetividad fragmentada? Representemos la estructuración del mundo subjetivo (mundo interno o grupo interno como lo denominó Pichon-Rivière) con un círculo. En su interior otros pequeños círculos representan núcleos psíquicos (conglomerados de vínculos) que en la fragmentación aparecen aislados unos de otros, sin vías de realimentación recíproca (comunicación y aprendizaje). En ese paisaje interno fragmentado, el self (núcleo del yo y estratega interno cuando las condiciones no son tal malas) puede ser didácticamente ubicado en algún borde, a merced de las fragmentarias y caóticas identificaciones que dan lugar a técnicas del yo que aparecen casi ineludiblemente como mecanismos de urgencia (ver figura 1).
La disociación es otro tipo distinto de organización subjetiva. Fue el modo predominante de las estructuraciones subjetivas en las décadas anteriores a la de los noventa y se trata de un modo de relación subjetiva entre un “yo oficial” y un “yo no oficial”, como términos contrapuestos que tienden a ser complementarios (en la salud) y antagónicos (en la patología).
En la integración (que nunca es un estado sino un proceso) el movimiento que tiende a imponerse, en el curso de los zig-zag y avances y retrocesos, es el del establecimiento de crecientes relaciones internas y con el mundo externo. Se trata de un proceso que, visto de conjunto, sigue aproximadamente la dirección de una espiral dialéctica.
Nuevas patologías
La fragmentación subjetiva y el vacío, constituidos con relación a la fragmentación material y simbólica instaurada por el orden neoliberal, fue la base sobre la que se constituyeron las “nuevas patologías” así como algunos de los rasgos nuevos que adquirieron las patologías ya conocidas. Los noventa nos confrontaron a los ataques de pánico, el incremento de la depresión, de los trastornos de la alimentación, el vacío y las actuaciones, el falso self y el sobre-stress, la sobre-adaptación, el aumento de la violencia familiar, las implosiones psicosomáticas y las adicciones a cosas, sustancias y personas. Las clásicas depresiones asumían sus formatos tradicionales, como por ejemplo el del socialmente inducido auto-reproche, que podía durar entre dos y tres años, fundamentando la esa depresión en los trabajadores despedidos. Pero también adquiría nuevas formas cuyo signo central consistía en una desvitalización general y persistente, que daba lugar a las llamadas depresiones “blancas”.
Algunas de estas patologías suponían o se acompañaban con serias dificultades en los procesos de simbolización, lo que se correlaciona al predominio de signos en el cuerpo o la acción, como es el caso de las patologías del acto, sean a través de formas de violencia implosiva (cuerpo) o violencias explosivas (mundo externo).
Junto con la patología y más allá de ella, se fortalecía el individualismo, el encierro en sí mismo (autístico o psicopático) y la significación del otro como rival a excluir. El daño psicológico se extendió y profundizó aquí y allá. Los vínculos se fragilizaron y se hicieron lábiles, las proyecciones masivas de esa fragilidad se hicieron más o menos sistemáticas y la banalización de los vínculos se correspondía con la desestima de la realidad y el encierro en sí mismo.
La sexualidad sufrió procesos de inhibición tanto como de hipersexualización en la cual la actividad sexual, al no vincularse a la sensibilidad con respecto a si mismo y al otro, esto es a la capacidad de prestarse y prestar atención al otro, bloqueaba la posibilidad de la vivencia placentera (Berardi Bifo).
La fragmentación de la subjetividad se manifiestaba como una fuerte angustia relacionada a la vivencia de “naufragio” entre fragmentos, por la difusión de la identidad (Kernberg, O), hechos esos que se expresan en términos de no saber quien se es y si ese algo que se es tiene algún valor.
El trastorno del narcisismo al que nos referimos fue definido por H. Fiorini (1988) a partir de los siguientes rasgos:
- Problemáticas centradas en el sí mismo, en las imágenes de sí, en la no estabilidad ni coherencia de esas imágenes.
- Trastorno de la autoestima en forma de una oscilación entre la impotencia y una omnipotencia muy severa.
- Fallas en la estructuración del psiquismo que se expresan en la fragilidad, inestabilidad, difusión.
- Vivencias de riesgo permanente por lo que un acontecer cualquiera modifica la imagen de sí en forma súbita.
- Cuestionamiento constante, vivencia de vulnerabilidad muy intensa en la interacción.
- Ansiedades hipocondríacas y distintos trastornos en la configuración del esquema corporal y ansiedades muy intensas.
- Existencia de un factor disposicional temprano vinculado a un déficit en la estructuración de la personalidad a causa de detenciones de aprendizajes en etapas arcaicas o regresiones a esas etapas en las cuales predominan vínculos simbióticos, en los que el otro aparece poco diferenciado de sí.
- A veces con pensamiento confusional y en todos los casos fondo depresivo.
Cabe aclarar que la fragmentación es una de las caras del trastorno narcisista y que la otra cara es su presentación seudo-cohesiva. En la perversión nacisística, la psicopatía, el falso self y otras estructuraciones patológicas, lo que aparece manifiesto es la defensa caracterológica (y cohesionada) ante la fragmentación subyacente: un exceso de “coherencia” que encubre una intensa fragmentación y una identidad constituida como producto de la evitación de la contradicción inherente a toda subjetividad relativamente sana y la capacidad básica de autenticidad y ternura (Ulloa, F).
Por último cabe considerar que la fragmentación subjetiva (se manifieste en la subjetividad colectiva relativamente sana o manifiestamente patológica) puede ser relacionada con un tipo de objeto que J. McDougall (1994) denominó “objeto transitorio”. Se trata de un tipo de objeto que por no poderse constituir como objeto interno lleva al sujeto a buscar satisfacción en el “afuera”, configurándose a partir ello una modalidad adictiva de relación con sustancias tóxicas, alimentos o personas.
Describimos en primer lugar las condiciones sociales de existencia que se fueron configurando a lo largo de la década del noventa y las características de los procesos subjetivo que en ese tiempo tuvieron lugar. Cabría aclarar, antes de seguir adelante, que no todas las personas sufrieron con la misma intensidad esa fragmentación y que, obviamente, no todas tuvieron trastornos narcisistas. Pero puede considerarse que la inmensa mayoría de la población sufrió la fragmentación subjetiva en alguna medida. Cabe agregar, por un lado, que las condiciones objetivas no fueron iguales para todas las personas y que, además, las personas son no sólo lo que les sucede sino lo que logran hacer con lo que les sucede. Desde allí que no toda crisis social supone crisis de los sujetos, como señaló Ana Quiroga en estudios sobre este período de la historia argentina.
De la fragmentación de los 90 a las nuevas saludes
Desde 1993 y hasta fines de los noventa cientos de miles de personas que habían decodificado el carácter destructivo e inhumano del orden neoliberal y posmoderno, comenzaron a confrontarlo. Chiapas y Seattle a nivel mundial y Santiago del Estero, Cutral-Co, Mosconi, Tartagal y Jujuy en la Argentina fueron los primeros signos de ese proceso de confrontación. Se dieron en estos y otros lugares luchas sociales y políticas de nuevo tipo, que se organizaron alrededor de la consigna de la recuperación de la dignidad, planteando también la necesidad de desarrollar nuevos modos de relación representante representado como la que expresa la idea de democracia directa o la que expresó el Sub-comandante Marcos en términos de mandar-obedeciendo y la que fue definida en términos de la constitución de un sujeto grupal de poder (Quiroga, A. 1988).
Estas confrontaciones y luchas crearon las condiciones que dieron lugar a un proceso de reconstitución subjetiva que hacia el 2000, mostró en la Argentina, los primeros signos de salida de la fragmentación subjetiva y vincular que había dominado la subjetividad colectiva en la década del noventa. Al calor de prácticas sociales y políticas que buscaban resistir al nuevo orden neoliberal se registraron movimientos de superación de la dispersión y fragmentación, así como tendencias al agrupamiento que si bien fueron inicialmente de carácter transitorio y de tipo fusional, constituyeron de hecho, ya en aquel año 2000, un rasgo nuevo que tendía a incrementarse. Al mismo tiempo y contradictoriamente con esa tendencia se registraba una significativa ambigüedad que podía ser inferida a partir de escenas donde, por ejemplo, al representarse una situación de nacimiento se producía una significación de igual intensidad vinculada a la muerte.
Lo fragmentado se fusionaba dando lugar a nuevos modos de agrupamiento y se daba además, como recién fue dicho, una ambigüedad que considerada en sí misma, distaba de ser un modo efectivo de integración subjetiva.
Sobre finales del 2001, los días 19 y 20 de diciembre, se produjo un movimiento de ruptura que agudizó una crisis de representación política que venía gestándose, manifestándose en ese momento en el pedido de renuncia del ministro de economía y el presidente. Una enorme movilización popular con la consigna “que se vayan todos, que no quede uno solo” fue anticipada en un taller de investigación creativa y participativa por la imagen de un volcán que iba a estallar, hecho que producía temor tanto como expectativas. En el entorno de los acontecimientos de diciembre el rechazo de la política neoliberal se extendió a toda la geografía del país, en un marco de formas de organización y lucha por abajo como fueron las asambleas barriales, el trueque, las multisectoriales, los grupos de ahorristas, la ocupación de fábricas y las fábricas recuperadas, los movimientos sociales y las organizaciones de trabajadores desocupados y piqueteros, etc.
Por otro lado, el colapso económico conducía a cientos de miles de ciudadanos a buscar comida en las bolsas de basura, llevando al extremo un fenómeno que no tenía antecedentes que pudieran ser recordado.
Fue a partir de aquella situación límite, en aquel 2001, que se produjo un proceso de ruptura con el neoliberalismo, en lo político, con el posmodernismo, en lo cultural y con la fragmentación subjetiva y el vacío que había dominado el campo de la subjetividad colectiva.
Ya instalado un nuevo gobierno a partir de consensos por arriba, el 2002 mostró, desde el punto de vista de la estructuración subjetiva, tendencias fuertemente contradictorias. En el terreno económico se vivieron profundas dificultades que se acompañaron en el terreno político por un fortísimo rechazo de la población a las agrupaciones y líderes políticos (87% según Gallup). En el campo psicológico se registraron alarmantes regresiones patológicas: suicidios, implosiones psicosomáticas, vivencias intensas de desamparo y catástrofe, descriptas por algunos en términos de sentirse “estar en el Titanic”. Sin embargo, contradictoriamente, se desarrolló un “darse cuenta” que se había iniciado en los noventa y que, implicando la asunción de un profundo sufrimiento, daba lugar ahora al crecimiento de una integración subjetiva que ya no era de tipo fusional y transitoria, como había sido en los años inmediatamente anteriores. Se trataba ahora de una tendencia a la integración constituida no solo por la búsqueda de integración sino por la existencia de un efectivo encuentro, lo que se correspondió con una visible recomposición de la capacidad de simbolizar, expresada entre otros signos, por la posibilidad social del humor y la creatividad.
En el marco de aquel tiempo de colapso social y económico (y reconstitución por arriba del poder político, a través de un gobierno que se autodefinió como mero “bombero” de la situación de crisis), se volvió a instalar un modo prejuicioso de subjetividad. Se manifestaba en el discurso según el cual existían dos tipos de personas: los “piqueteros” y los “ciudadanos”, delimitación curiosa ya que sólo un año antes se había coreado muy fuertemente en todas las plazas “piquete y cacerola, la lucha es una sola”. El asesinato de dos jóvenes piqueteros, en momentos en el que el rechazo a los políticos tradicionales era máximo, precipitó entonces el llamado a elecciones.
En confrontación electoral con quien había sido el representante más claro del neoliberalismo se impuso en 2003 Néstor Kirchner, un político por entonces poco conocido. Eran tiempos en que la novela “Resistiré”, uno de los protagonistas, Diego Moreno confrontaba con una realidad perversa en la que estaba metido. “Resistiré”, de amplia repercusión, significó también la reinstalación de la ficción en la TV, lo que puede ser leído como signo de un fortalecimiento de los procesos de simbolización y subjetivación que habían sido fuertemente afectados por la fragmentación subjetiva de la década anterior.
El presidente asumido, a partir de medidas que tuvieron muy buena aceptación popular, restableció súbitamente la imagen positiva del poder ejecutivo. A partir de allí, año 2003, se profundizó un proceso de reconstitución de la subjetividad colectiva que se apoyó tanto en el proceso de masas que por abajo había fortalecido la sociedad civil como en los efectos de políticas gubernamentales cuya aceptación llevó la imagen positiva de Kirchner a más del 70 %.
En 2004 se produjo un multitudinario acto en el más grande ex-campo de detención y desaparición (ESMA) en el cual se objetivó no sólo el inicio de una nueva fase en la lucha por los derechos humanos (ahora sostenida fuertemente desde el Estado) sino la posibilidad social de revisión de la propia historia y la reconstitución de modos de reconocimiento recíproco. Existían entonces y desde hacía varios años, además de los movimientos sociales a los que nos referimos, infinidad de grupos y movimientos culturales y artísticos de base (Murga, Teatro, etc.), muchas veces vinculados a esos movimientos sociales. Se constataba una masiva lectura de libros de historia y ya no sólo de “actualidad” o “coyuntura” política como había sido antes. Se leían ahora biografías individuales y colectivas vinculadas a los últimos 30 años de historia argentina, que buscaba revisarse. Ya no era sólo resistir sino avanzar.
Como contracara, en un marco de falta de proyecto para un gran porcentaje de la juventud, se extendía la “juventud del paco”, aumentando también, simultáneamente, la delincuencia vinculada a la enorme pobreza existente. Sobre fin de aquel año el incendio de Cromagnon, y la muerte de casi 200 jóvenes de modo trágico, hizo explícita un modo más de desprotección de los jóvenes, quienes constituyen uno de los sectores sociales tradicionalmente maltratados en la Argentina.
Desde el punto de vista psicológico se desarrollaron procesos de elaboración con fases de avance, momentos caóticos y disociaciones, como un conjunto inestable que generaba también tensión, nerviosismo y una alteración y sufrimiento cotidiano significativo.
En 2005 se realizó en la Ciudad de Mar del Plata la Cumbre del ALCA en la cual se repudió la visita del presidente estadounidense George Bush. De modo simultáneo una contracumbre organizada por las Madres de Plaza de Mayo y protagonizada por el presidente de Venezuela, Hugo Chávez y otros dirigentes latinoamericanos, denunció el ALCA, proponiendo fortalecer la unidad latinoamericana.
En aquel año, además, luego de muchos años de ser la noticia política social más relevante la referida al movimiento de desocupado (los “piqueteros”) adquirió relevancia el movimiento obrero ocupado, que retomaba el reclamo de mejoras salariales a través de formas combativas de lucha, que contaban en ese momento, con la simpatía de los sectores medios.
En 2006 se observó la extensión de los movimientos de “afectados directos” por distintos problemas sociales: grupos de familiares o víctimas de la inseguridad, víctimas de accidentes de tránsito, el movimiento de Cromagnon, etc. El afectado directo era visto, según se desprende de los discursos sociales de entonces, como un sujeto cuya legitimidad provenía de sufrir él mismo el tema por el que se lucha (a diferencia del político). Se consideraba además que el afectado directo no delega su propio poder, tomando en sus manos la reivindicación social.
En el marco de una fuerte condena estatal a la Dictadura Militar de 1976-1983 la presidenta de Madres de Plaza de Mayo, Hebe Bonafini, se refirió, en el acto del 24 de marzo de 2006 a la necesidad de la “protesta con propuesta”.
La necesidad de reconocer y conocer la realidad y el valor intrínseco de la verdad se instalan, por distintos caminos, como valores sociales máximos.
Observaciones clínicas permiten visualizar por entonces la existencia de significativos procesos elaborativos que dan lugar a proyectos de cambio, nacimiento de ideas nuevas, procesos personales que logran resolverse (a diferencia de la fragmentación posmoderna en la que quedaba todo siempre abierto o muy precariamente articulado). Se observaba una intensa creatividad que, a diferencia de la que se manifestaba en décadas anteriores, se complementaba con un fuerte realismo y menos necesidad de “ilusión”, “certeza”, o “idealización”. Ese rasgo de los procesos creativos sociales y personales que por entonces se constataban, contradecía en los hechos lo afirmado por las teorías clásicas de la creatividad que esencializan la necesidad de la ilusión y contraponen en gran medida la creatividad al realismo.
Se dieron ese año 2006 también cambios súbitos de referencias políticas que fueron signos de la reconfiguración de las ideas en curso. En ese marco sectores vinculados a la última dictadura militar hacen desaparecer a Julio López, un ex detenido-desaparecido que declaraba por entonces en una causa contra represores de la dictadura de 1976-1983.
Los positivos cambios de la subjetividad colectiva parecieron encontrar un límite hacia 2007. La situación existente podía ser descripta a través de la imagen metafórica de un barco que si bien está algo reconstituido navega aún en un mar de fragmentación (pobreza, desigualdad, etc.). También la vivencia de estar a la intemperie, en una vida cotidiana que como un vampiro absorbe y empuja a los sujetos a un mundo devastado. Pero, entonces, ¿existía todavía la pobreza o habíamos salido ya del infierno? El gobierno, que con gran pertinencia había reconocido aquel infierno (dando la posibilidad del reconocimiento del propio sufrimiento a la mayoría de los ciudadanos) afirmó que ya no se estaba en ese infierno, arriesgando con ello una problemática definición. La Revista Barcelona tituló “Se produjo la redistribución, lástima que no alcanzó para los pobres”. El programa televisivo “Bailando por un sueño” se denominó ahora “patinando” por un sueño, aumentando la apuesta tendiente a consolidar la existencia de un mundo de espectadores pasivos que mira embobado como “patinan” un grupo de maniáticos.
Se escuchó decir ese año: “no somos piqueteros porque nadie nos paga” y también, en el mismo lugar, a otras personas, contradictoriamente: “el día que se terminen los piqueteros nos cagan de hambre”. Sobre el fin de este año se constató una disminución de la imagen positiva de Kirchner. Las elecciones nacionales, más allá de su claro resultado a favor de Cristina Fernández de Kirchner, planteó un interrogante acerca del interés o no de la ciudadanía en la participación social y política que se había logrado restablecer de modo provechoso en los últimos años.
Sin embargo el 2008 se inició con fuertes expectativas hacia la nueva administración nacional, lo que se expresaba en una altísima imagen positiva de Cristina Fernández. Esta imagen positiva de la primera presidenta mujer elegida por el pueblo cayó abruptamente al desatarse el conflicto con las organizaciones agrarias. El conflicto y la tensión de instalaron, reactivándose también una tradicional confrontación entre sectores populares y sectores medios, existente en la Argentina desde hace más de sesenta años. Pero la confrontación política y social marcó la presencia no sólo de un conflicto político o económico sino también la simultánea constitución de un nuevo momento de la subjetividad colectiva. El rasgo dominante de esta subjetividad volvía a ser la disociación, aunque no una disociación patológica sino otra de tipo instrumental. Cabe aclarar que la disociación, como se explico antes, no es un hecho de por sí negativo, más allá de lo que la palabra sugiere. Por lo contrario, como fue en el caso de año 2008, puede tratarse de un signo de la recuperación de la capacidad de polemizar y confrontar, tan necesarias en determinados tiempos históricos. La disociación a nivel social, tanto como a nivel individual, no es necesariamente un signo patológico. Puede ser, por lo contrario, el emergente de la mejora de las condiciones objetivas y subjetivas, resultado de un proceso de reconstitución, a través de un proceso social y subjetivo como el que venimos describiendo.
La operativa disociación que observamos a partir de 2008 se acompañó de un optimismo que si bien aparecía como mesurado, era vinculado por los respondientes de entrevistas y cuestionarios que por entonces administramos, a la existencia efectiva de la participación social y del desarrollo de políticas públicas, muchas de las cuales eran visualizadas como claramente progresistas. En aquel año, además de la tensión vinculada al conflicto se produjo una recomposición de los espejos que ya no funcionaban como espejitos de colores y/o vidrios fragmentados (como en los noventa) sino, para la mayoría de las personas, lugares donde verse reflejados y reconocerse. Los distintos dirigentes sociales y políticos de entonces reflejaban contradicción en la cual los ciudadanos, en la diversidad de opciones políticas, podían verse a sí mismos.
Se llega al 2010, según venimos registrando en distintas indagaciones, con una circunstancia que puede ser descripta en términos de la imagen o vivencia de un país que se dibuja y desdibuja día a día, en un diálogo por momentos enloquecido y por momentos armónico, en el cual lo que parece pura confrontación incluye, aunque no sea tan evidente para la mayoría, la posibilidad de encuentro.
La masiva concurrencia a los actos por el Bicentenario, la aceptación social a la ley de matrimonio igualitario y la insospechada y emocionada reacción popular y juvenil ante la muerte de Néstor Kirchner parecen ser los signos de una subjetividad diferenciada de la que se caracterizó la fragmentación y el vacío de los noventa, pero también distinta del doloroso proceso de reconstitución subjetiva del inicio de los 2000. Luego de la disociación operativa que referimos al año 2008 parece haberse instalado un nuevo momento, caracterizado por la positividad de las opciones. Es incontrastable el hecho de que la relación representante-representado tiene hoy un carácter muy distinto del que tuvo sobre fines de los noventa y principios de este siglo. Si bien una parte de la población tiene una imagen extremadamente crítica respecto del gobierno y, en general, del tiempo presente y futuro, es claramente predominante la posición contraria que visualiza un futuro personal promisorio y un futuro común esperanzado. Si bien nos basamos para realizar estas afirmaciones en datos cuyo análisis están en curso (Fabris, Puccini, Cambiaso, 2011) se puede considerar que no estamos en el marco de un momento de esperanza pasiva (y dependiente) sino en un momento de una expectativa fuertemente asociada por los respondientes en las investigaciones en curso, a la efectiva participación y compromiso personal y social en el sostenimiento de esa posibilidad esperanzada. En la dirección contraria, subsiste un grado de elevado sufrimiento que puede ser interpretado con relación a los problemas no resueltos del presente aunque también a una especie de peso o “lastre” que se arrastra, cuya fuente es la acumulación de años de fracasos y deterioro social y subjetivo.
Conclusiones
El orden neoliberal y posmoderno instalado en los noventa creó las condiciones de una subjetividad colectiva caracterizada por el vacío y la fragmentación. Cuando los sujetos lograron decodificar el carácter destructivo de aquel orden social les fue posible confrontarlo e iniciar la resolución de esa fragmentación. Se trató primero de salidas transitorias y fusionales de la fragmentación, en un marco de oscilaciones e idas y vueltas. El año 2001 marcó un momento de inflexión, un “darse cuenta” del carácter antagónico que aquel orden neoliberal tenía para con las necesidades humanas fundamentales. Los nuevos modos de subjetividad colectiva recobraron sus puntos de apoyo, integración y creatividad aunque fueron también ocasión de subjetividades colapsadas, como se observó entre 2002 y 2003.
La mejora de las condiciones políticas, económicas y culturales durante la primera década del siglo, creadas tanto por las luchas y la acción de la sociedad civil como por políticas gubernamentales consideradas eficaces por la mayoría de la población permitieron reconstituir una subjetividad que, pudiendo reconocer y hacerse cargo de la destrucción existente, comenzó a fortalecerse y avanzar aún más en su integración por medio de una revisión subjetiva, social e histórica significativa.
A partir de 2008 se registra una vuelta a la contradicción y el conflicto, aunque de otra manera, ya que se produjo sobre la base de la internalización de la experiencia de lucha vivida y el fortalecimiento de los apoyos subjetivos y objetivos. El año 2010 mostraba en sus inicios un país que se dibuja y desdibuja día a día, de modo armonioso o enloquecido. La masiva concurrencia los actos por el Bicentenario, el apoyo a la ley de matrimonio igualitario y la emocionada reacción popular y juvenil ante la muerte de Nestor Kirchner son signos de un nuevo momento. Si bien el sufrimiento sigue siendo un signo significativo de la vida social son referidas por los sujetos positivas expectativas respecto de un futuro del que se sienten partícipes. Se agrega a ello la reconstitución del protagonismo político de la juventud que se siente convocada nuevamente por ese tipo de participación social que es vista, luego de varias décadas, como un modo posible de aporte al desarrollo social y comunitario y no como una mera oportunidad personal. Un grado de conciencia elevado se expresa en la gran variedad de luchas y conflictos laborales y sociales que apuntan al mejoramiento de las condiciones de vida (salarios, salud, educación, tierra, vivienda, etc.).
Es posible conjeturar, en base a la reconstitución de las capacidades sociales y subjetivas, la chance de volver a pasar, de otro modo, por contradicciones históricas que en otros tiempos se constituyeron en obstáculos insalvables. Tal vez sea posible abordar estos obstáculos sin recaer en los múltiples dilemas económicos, sociales, culturales y políticos que obstaculizaron no sólo el desarrollo económico sino el logro mayor salud mental y la posibilidad de hacer más buena y plena la existencia humana.
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