Notas sobre la última novela de Horacio González
Publicado en Revista Campo Grupal. Año XIX. N°195. Diciembre de 2016. Buenos Aires
Subo al colectivo y veo caras extrañas. Figuras grotescas que recuerdan las que pintó Molina Campos. Giro la cabeza a un lado y los rostros se repiten. ¡No puede ser cierto! ¡No es así la gente de Buenos Aires! Es evidente que mi percepción deforma a causa de la gripe que tengo o tal vez por alguna afectación, por algo de lo que hablé hoy con mis pacientes. Pero no lo puedo descartar; tal vez lo extraño está en la gente. Y no en mis pacientes sino en las personas que viajan a esa hora, en ese colectivo, en esa parte de la ciudad. Algún rasgo que mi percepción desesperada intenta captar de algún modo.
Resuelvo mi agitación cuando recuerdo que estoy leyendo la última novela de Horacio González. “Tomar las armas”, así se llama la novela, relata el encuentro “casual” entre Echeverría, un profesor de historia, Sebastopol, un fumigador de insectos y Estefanía, una angelical testigo de Jehová. Son antiguos compañeros de militancia que en los años setenta compartieron momentos decisivos.
El protagonista de la novela (acaso el propio González) recuerda una enorme cantidad de circunstancias que acuden ahora a su memoria. Un viaje en tren, desde la Estación de Retiro a la de San Martín, que lo lleva por invitación de Perón) al encuentro con militantes que se disponen a transformarse, por imperio de las circunstancias, en hombres armados, sin ser ellos guerreros profesionales.
Echeverría recuerda también, en la novela, el bar de la Facultad de Filosofía y Letras, donde tenían lugar discusiones filosóficas y políticas a las que el protagonista alternativamente se acercaba y alejaba, de modo estratégico. Describe las características de la Orden (la organización política) que en los años setenta se mueve sigilosamente, con el objetivo de devolver a Perón a la Argentina, luego de casi veinte años de exilio.
El protagonista de la novela repasa los distintos capítulos de su correspondencia con el Líder. Perón lo había invitado a dar clases sobre obra de Esteban Echeverría (1805-1851), figura política del siglo XIX que había escrito el Dogma Socialista y también de otro texto famoso: El Matadero. Tuvo además, la virtud de haber escrito con insuperada precisión acerca de la condición ética del hombre al que las circunstancias empujan a tomar las armas. Esteban Echeverría se había alzado contra la tiranía pero lo más notable que de modo simultáneo había podido dar cuenta, con medios literarios, de lo que ello implica. Tomar las armas era “algo que se hacía ‘sin querer hacerlo’”. “Sólo si se estaba obligado por una situación”. “Algo a lo que nos llamaba un deber superior, una excepción dolorosa”. Aclara González en la novela: “así interpretaba ese escrito de Echeverría que tanto me había llamado la atención”. Tomar las armas era “un acto al que se accedía por un razonamiento ético que equivalía a empuñar fusiles de conflagración política sólo cuando lo exigía una singular excepcionalidad en la historia”.
La novela impacta, desde su propio inicio, desde la literalidad de su título. Pero esa literalidad no llega a ocultar la metáfora probable: decidirse, hacerse cargo. Aunque en uno y otro sentido remite a la gravedad de los actos y el propio acto grave de tomar las armas, el cual debe vincularse a un dolor y mesura y no a una alegría. Tomar las armas era para muchos “el inevitable tema de la época” casi sinónimo de “tomar el tren”, subirse al tren de la historia, al viaje de la vida – aunque estuviera en juego la muerte-.
Esa es una dimensión impactante. Otra dimensión notable es que la novela refiere al mismo tiempo a muchos temas. A una simultaneidad de contradicciones y planos superpuestos. Pero no de modo abstracto o teórico: describiendo la espesura de la vida real. Una densidad que se despliega a través de sucesivas alegorías y ausculta planos diversos que desembocan en un realismo aumentado. Además de las armas, el tren de la historia y la vida densa, impacta porque la novela descubre (aunque no sea explicitado del todo) el desesperado intento de eludir las disociaciones encerrantes, las distorsiones cotidianas.
Pero volviendo al comienzo ¿Qué tiene que ver la percepción de caras extrañas a las que me referí al comienzo de este artículo? ¿Qué relación hay entre mi percepción alterada y la novela de González, como causa de la alteración?
El género de la novela, la alegoría satírica, los múltiples planos superpuestos, podrían haber tenido que ver con la percepción imprevista. Tal vez se trata de una distorsión operativa, o una asimilación deformante (según la llamaría Piaget). La presencia de lenguaje sensorio-preceptivo, con lo impreciso y vacilante que tiene, pero que deja captar la particularidad, a la que es permeable. Lo mismo que ocurre (para no crear falsos antagonismos entre lo perceptivo y lo verbal) a partir de la escritura de González (Echeverría), cuando aclara, “No exagero, poetizo”. En la percepción deformante se juega una toma de conciencia. Allí y entonces, con los planos superpuestos de la experiencia, los hombres como cuerpos orgánicos pero también como símbolos y a veces caricaturas de la cultura y la historia.
En esa superposición de planos, en donde cada hombre funciona como un cuerpo que aloja símbolos e historias. Y también como una voz que aloja otras voces, como segmento de una actividad institucionalizada, en la que se juega también cierta exageración. Cierto sobrerrealismo, en el sentido más preciso del término surrealismo que no refiere a lo que hay debajo sino lo que está junto con lo visible, además de lo visible. Una realidad aumentada, que no es lo mismo que un realismo mágico que alude más bien a lo insólito. Un sobrerrealismo que incluye lo ridículo, farsesco, impostado, sobreactuado y satírico, como términos que podrían explicar el impacto de la novela, como causa objetiva del efecto subjetivo descripto al inicio. Una exageración que no es barroca porque aporta significados y visibiliza.
Y es allí donde se conjuga el realismo aumentado de la novela con mi percepción deformada. El tono limítrofe de la novela, que bordea la sobreactuación y la impostura (tan presente en nuestra cultura, adicta al “escándalo”, según otros nos ven a nosotros). Pero González no es excesivo sino medido y preciso. Su estrategia humorística y caricaturesca, apunta según creo, a subrayar la coexistencia de tonos opuestos: lo trágico y lo ridículo, acaso en el intento de eludir las encerronas trágicas. Y su lenguaje (una vez le escuché decir que estaba en la búsqueda de un lenguaje) se juega en la conexión de planos, así como en una sobria exuberancia y una meditada intensidad.
“Tomar las armas” remite literalmente a un hecho inequívoco: el uso de artefactos ferrosos con el fin del ataque o la defensa. Y esta literalidad crea el riesgo del acto no reflexionados, el efecto de un pensamiento concreto. La situación puede transformarse en una actuación (en el sentido psicológico del término), si no se esclarecen las condiciones que, en circunstancias excepcionales, justifican el acto. Y que en otras circunstancias, lo condenan.
Tomar el tren es una expresión literal, tanto como tomar las armas. Pero también es una imagen que alude a una realidad menos evidente y más profunda. Otra alegoría (ya no satírica): el tren de la vida. El instante de la decisión, lo afectivo y sensorial del acto decisivo a través del cual un sujeto portavoz, comprende y emprende un camino nuevo. Mientras cierra un camino viejo, cuando entiende la cifra y el nombre que anuda un destino y una vocación.
Todo ello tal vez para intentar eludir, ya se dijo, los dilemas clásicos (poner a trabajar Echeverría con Perón), encontrar las claves que permitan salir de la barbarie (hoy plenamente retomada por las clases dominantes argentinas). Zambullirse en el tiempo fragmentado de la historia, los espejos rotos y las hilachitas de las que a veces parece estar hecha la esperanza.
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